miércoles, 5 de marzo de 2008

Escribe siempre en papeles pequeños que siempre guarda en cajones y carpetas. Cada ciclo de seis meses, más desorganizadas. No quiere, admira. No sufre, sangra. Escucha obsesivamente canciones y llora, por etapas, cada vez más. Se empeña en clasificar todo lo que odia. Los muertos, los cobardes, los intolerantes como ella. No quiere, adora. No busca, pierde. Se dice a sí misma que es incapaz de soportar muchas cosas, pero las soporta. Las grandes injusticias del mundo, las que son más pequeñas, o que ni si quiera lo son pero acaban en una persona despedida sin motivos y mantienen una política explotadora, la violencia... Así es, mezcla todo y todo le hace llorar. Pero por ahora está empezando. Por ahora, sabe lo que no quiere. Y sabe también que tiene derecho a querer dentro de unos años todo lo que detesta ahora.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me gusta como lo dices es tu manera de expresar tu rabia .sigue así no cambies besos conchi

Anónimo dijo...

El lector

Aquella mañana de abril, como tantas otras veces, Gérard Briançon fue a la librería de su barrio y recorrió de arriba abajo el pasillo del fondo. Hojeó incansable novelas, poemarios y libros de cuentos. El método era el de siempre: elegía un ejemplar al azar, se lo acercaba, abierto, a la cara, y aspiraba profundamente, dejando que el intenso aroma del papel impreso le acariciara los pulmones. Así, según los matices de olor de los libros, compraba uno u otro. Ese día se decidió por una edición bastante austera de El extranjero, de Camus.

–Bonjour, Gérard– le saludó el librero, orgulloso de su francés.
–Bonjour, don Pedro. Me llevo éste.

Al salir de la tienda subió por la calle de las lechugas y se montó en la línea 7 del tranvía. Después de acomodarse en uno de los asientos del fondo, en el lado de la izquierda –donde daba más el sol durante el trayecto–, abrió el libro, lo volvió a oler reafirmándose en su elección y comenzó a leerlo. Cuarenta minutos después se bajó en la parada del Parque de la Luna. Muy cerca estaban haciendo obras. Un museo floral, decían. Un enorme camión rojo lleno de arena se acercaba para descargar cuando Gérard, distraído entre las páginas de Camus, se puso a cruzar la calle.

El volantazo del camionero evitó que Gérard resultara atropellado. Sin embargo, el vehículo se ladeó bastante en la maniobra y derramó muchísima arena. Gérard quedó sepultado bajo una montaña de tierra roja. Roja como el sol que describía El extranjero. Pronto le sacaron de allí; el anciano era fuerte, y salió ileso del accidente. Sólo perdió una cosa: el olfato. Había aspirado demasiada arena en busca de aire. Desde aquel día, jamás volvió a leer un solo libro.