jueves, 17 de abril de 2008

La lisensiada


Qué negrura en sus ojos, en su cabello, en su mirada. Así nos lo pareció al menos al principio, cuando “lisensiada Silvina” nos parecía que lo pronunciaban con maldad. Pero nos fue ganando poco a poco, como el día del robo, cuando salió a la escalera mientras los policías buscaban huellas de todos los invitados a nuestra fiesta y ella no paraba de repetir que algún desalmado habría entrado porque la puerta se quedaba abierta. La lisensiada.

Hacía un crucigrama con nuestros nombres y a cada uno le llamaba por el del otro. Nos bañaba de risas cada vez que asomaba su cabeza por el hueco de la escalera para ver si era su hijo el que regresaba borracho. “Si se oye a alguien dando tumbos, es él”. Se reía de la muerte con tanta fuerza que casi daba miedo, como cuando nos hablaba del “muerto” por su ex marido y bromeaba con sus hijos, que no querían ir a vivir a casa del muerto. “Pero si la casa es más grande, Silvina, y está a dos cuadras”, le decíamos. “Y a mí qué. Éste es mi barrio, mi esquina, mi restaurante”, nos contestaba, como si dos calles más abajo no fuera el mismo lugar.

Y nos invitaba a comer, o a café en su “restaurante”. Silvina. Licenciada, cocinera, madre, vecina, familia. Y así nos lo dijo cuando nos fuimos “los españoles”. “Ay, pero si están mal ya se regresen. Acá por lo menos tienen una familia”.